miércoles, 28 de noviembre de 2012

MAR ARMADO DE MASAS.- Lucha de clases - MARX

SOBRE LA LUCHA DE CLASES
(1 - Marx)
 La lucha de clases y cómo guiarnos en ella es otra cuestión fundamental, especialmente hoy, del marxismo-leninismo-maoísmo.

Veamos lo establecido por Marx sobre la emancipación del proletariado en “Estatutos Generales de la Asociación Internacional de los Trabajadores”:
 
“Considerando: que la emancipación de la clase obrera debe ser obra de los obreros mismos; que la lucha por la emancipación de la clase obrera no es una lucha por privilegios y monopolios de clase, sino por el establecimiento de derechos y deberes iguales y por la abolición de todo dominio de clase; que el sometimiento económico del trabajador a los monopolizadores de los medios de trabajo, es decir, de las fuentes de vida, es la base de la servidumbre en todas sus formas, de toda mi seria social, degradación intelectual y dependencia política; que la emancipación económica de la clase obrera es, por lo tanto, el gran fin al que todo movimiento político debe ser subordinado como medio;
[…
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En su lucha contra el poder unido de las clases poseedoras, el proletariado no puede actuar como clase más que constituyéndose el mismo en partido político distinto y opuesto a todos los antiguos partidos políticos creados por las clases poseedoras. Esta constitución del proletariado en partido político es indispensable para asegurar el triunfo de la Revolución social y de su fin supremo: la abolición de las clases.
La coalición de las fuerzas de la clase obrera, lograda ya por la lucha económica, debe servirle asimismo de palanca en su lucha contra el Poder político de los explotadores. Puesto que los señores de la tierra y del capital se sirven siempre de sus privilegios políticos para defender y perpetuar sus monopolios económicos y para sojuzgar al trabajo, la conquista del Poder político se ha convertido en el gran deber del proletariado”.
 
O sobre la lucha sindical en “Salario, precio y ganancia”:
 
“…el desarrollo de la moderna industria contribuye por fuerza a inclinar la balanza cada vez más en favor del capitalista en contra del obrero, y que, como consecuencia de esto, la tendencia general de la producción capitalista no es elevar al nivel medio normal del salario, sino, por el contrario, a hacerlo bajar, empujando el valor del trabajo más o menos a su límite mínimo. Pero si la tendencia, dentro de tal sistema, es ésta; ¿quiere esto decir que la clase obrera deba renunciar a defenderse contra los abusos del capital y deponer sus esfuerzos para aprovechar todas las posibilidades que se le ofrezcan para mejorar en parte su situación? Si lo hiciese, veríase degradada en una masa informe de hombres hambrientos y quebrantados, sin posibilidad de redención. Creo haber demostrado que las luchas de la clase obrera por obtener salarios normales son episodios inseparables de todo el sistema del salariado, que en el noventa y nueve por ciento de los casos sus esfuerzos por elevar sus salarios no son más que esfuerzos dirigidos a mantener en pie el valor dado de su trabajo, y que la necesidad de forcejear con el capitalista acerca de su precio va unida a la situación en que se ve colocado el obrero y que le obliga a venderse así mismo como una mercancía. Si en sus conflictos diarios con el capital cediesen cobardemente, se descalificarían ellos mismos para emprender otros movimientos de mayor envergadura.

Pero, al mismo tiempo, y aun prescindiendo totalmente del esclavizamiento general que entraña el sistema del salariado, la clase obrera no debe exagerar a sus propios ojos el resultado final de estas luchas diarias. No debe olvidar que lucha contra los efectos, pero no contra las causas de estos efectos; que logra contener el movimiento descendente, pero no cambia su dirección; que aplica paliativos, pero no cura la enfermedad. No debe, por tanto entregarse por entero a esta guerra de guerrillas, que es inevitable y a la que la empujan continuamente los abusos incesantes del capital o las fluctuaciones del mercado. Debe saber que el sistema actual, aun con todas las miserias que vuelca sobre ella, engendra simultáneamente las condiciones materiales y las formas sociales necesarias para la reconstrucción económica de la sociedad. En vez del lema conservador de ‘¡Un salario justo por una jornada de trabajo justa!’, deberá escribir en su bandera esta consigna revolucionaria: ‘¡Abolición del sistema del trabajo asalariado!’

Los sindicatos trabajan bien como centros de resistencia contra los abusos del capital. Fracasan, en algunos casos, por usar poco inteligentemente su fuerza. Pero, generalmente, fracasan por limitarse a una guerra de guerrillas contra los efectos del sistema existente, en vez de esforzarse, al mismo tiempo, por cambiarlo, en vez de emplear sus fuerzas organizadas como palanca para la emancipación final de la clase obrera; es decir, ¡para la abolición definitiva del sistema del trabajo asalariado!”
 
Y sobre la revolución lo sentado por Engels: “En la política no existen mas que dos fuerzas decisivas: la fuerza organizada del Estado, el ejército y la fuerza no organizada, la fuerza elemental de las masas populares”; así como:
 
“Después del primer éxito grande, la minoría vencedora solía escindirse; una parte estaba satisfecha con lo conseguido; otra parte quería ir todavía mas allá y presentaba nuevas reivindicaciones, que, en parte al menos, iban también en interés real o aparente de la gran muchedumbre del pueblo. En algunos casos, estas reivindicaciones mas radicales prosperaban también; pero, con frecuencia, sólo por el momento, pues el partido mas moderada volvía a hacerse dueño de la Situación; y lo conquistado en el último tiempo se perdía de nuevo, total o parcialmente; y entonces, los vencidos clamaban traición o achacaban la derrota a la mala suerte. Pero, en realidad, las cosas ocurrían casi siempre así: las conquistas de la primera victoria solo se consolidaban mediante la segunda victoria del partido más radical; una vez conseguido esto, y con ello lo necesario por el momento, los radicales y sus éxitos desaparecían nuevamente de la escena.
Todas las revoluciones de los tiempos modernos, a partir de la gran revolución inglesa del siglo XVII, presentaban estos rasgos, que parecían inseparables de toda lucha revolucionaria. Y estos rasgos parecían aplicables también a las luchas del proletariado por su emancipación; tanto mas cuanto que precisamente en l848 eran contados los que comprendían más o menos en qué sentido había que buscar esta emancipación.” (Introducción a “La lucha de clases en Francia”).
 
Y por el propio Marx en los siguientes párrafos:
 
“Exceptuando unos pocos capítulos, todos los apartados importantes de los anales de la revolución de 1848 a 1849 llevan el epígrafe de ¡Derrota de la revolución!

Pero lo que sucumbía en estas derrotas no era la revolución. Eran los tradicionales apéndices prerrevolucionarios, las supervivencias resultantes de relaciones sociales que aún no se habían agudizado lo bastante para tomar una forma bien precisa de contradicciones de clase: personas, ilusiones, ideas, proyectos de los que no estaba libre el partido revolucionario antes de la revolución de Febrero y de los que no podía liberarlo la victoria de Febrero, sino solo una serie de derrotas.

En una palabra: el progreso revolucionario no se abrió paso con sus conquistas directas tragicómicas, sino por el contrario, engendrando una contrarrevolución cerrada y potente, engendrando un adversario, en la lucha contra el cual el partido de la subversión maduró, convirtiéndose en un partido verdaderamente revolucionario” (“La lucha de clases en Francia de 1848 a 1850”).
 
“Las revoluciones burguesas, como la del siglo XVIII, avanzan arrolladoramente de éxito en éxito, sus efectos dramáticos se atropellan, los hombres y las cosas parecen iluminados por fuegos de artificio, el éxtasis es el espíritu de cada día; pero estas revoluciones son de corta vida, llegan enseguida a su apogeo y una larga depresión se apodera de la sociedad, antes de haber aprendido a asimilarse serenamente los resultados de su período impetuoso y agresivo. En cambio, las revoluciones proletarias, como las del siglo XIX, se critican constantemente a sí mismas, se interrumpen continuamente en su propia marcha, vuelven sobre lo que parecía terminado, para comenzarlo de nuevo desde el principio, se burlan concienzuda y cruelmente de las indecisiones, de los lados flojos y de la mezquindad de sus primeros intentos, parece que sólo derriban a su adversario para que éste saque de la tierra nuevas fuerzas y vuelva a levantarse más gigantesco frente a ellas, retroceden constantemente aterradas ante la vaga enormidad de sus propios fines, hasta que se crea una situación que no permite volverse atrás y las circunstancias mismas gritan: Hic Rhodus, hic salta!” (¡Aquí está la rosa, baila aquí!; esto es: demuestra con hechos lo que eres capaz de hacer.). [“El dieciocho brumario de Luis Bonaparte”].
 
“En todas las revoluciones, al lado de los verdaderos revolucionarios, figuran hombres de otra naturaleza. Algunos de ellos, supervivientes de revoluciones pasadas, que conservan su devoción por ellas, sin visión del movimiento actual; pero dueños todavía de su influencia sobre el pueblo, por su reconocida honradez y valentía, o simplemente por la fuerza de la tradición; otros, simples charlatanes que, a fuerza de repetir año tras año las mismas declamaciones estereotipadas contra el gobierno del día, se han agenciado de contrabando una reputación de revolucionarios de pura cepa. Después del 18 de marzo salieron también a la superficie hombres de éstos, y en algunos casos lograron desempeñar papeles preeminentes. En la medida en que su poder se lo permitía, entorpecieron la verdadera acción de la clase obrera, lo mismo que otros de su especie entorpecieron el desarrollo completo de todas las revoluciones anteriores. Constituyen un mal inevitable; con el tiempo se les quita de en medio; pero a la Comuna no le fue dado disponer de tiempo.” (“La guerra civil en Francia”)
¡ELECCIONES, NO!
¡GUERRA POPULAR, SI!
 
Comité Central
Partido Comunista del Perú
1990

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